jueves, 27 de noviembre de 2008

Rojo

Cuentan que cuando está cerca el final ves pasar tu vida por delante. Dicen que en esos momentos se pasan todos tus buenos recuerdos, tus buenos momentos por tu mente. Mentira. Una vez que el frío acero ha traspasado tu corazón sólo tienes en la mente la cara de tu enemigo. La toledana traspasa tu cuerpo y caes fulminado. Te resignas a mirar los ojos de tu asesino, su odio, su sed de muerte, sus ojos fijos en ti. Intercambias la mirada con el y puedes sentir como ha reparado en tus ojos, tristes, inertes, apagándose como una farola en mitad de un barrio de Londres que luchar por permanecer alumbrando rodeada de niebla y soledad. Herido y moribundo, preguntan tus ojos: ¿Por qué? Saca su espada clavada en ti apoyando su pierna sobre tu pecho. Caes de rodillas aun sin perder la conciencia. Miras su espada reluciente de plata y rojo, palpas tu armadura y miras tus manos: se bañan de rojo. Sabes que la puñalada es letal, pero aun así evitas pensar en ese color. Piensas que por un instante tienes la posibilidad de sacar tu daga vizcaína y degollarlo de oreja a oreja. Calculas la posibilidad de sobrevivir que tienes, pocas o ninguna calculas. Aun así, es preferible morir matando que arrodillado esperando la puntilla final. Miras al suelo el pequeño charco de vida que se ha formado, rojo sangre, rojo muerte. rojo fin. Sacas la daga y te abalanzas sobre él con un último grito de furia. Rasas su jubón y lo mandas al mismo infierno. Mata o muere. Cae fulminado el traidor y arrastrándote te acercas hasta el y clavas una y otra la daga. Su cara rebela la sorpresa de lo ocurrido, sus ojos se apagan y se quedan quietos, un grito ahogado hace que el último ápice de vida se escape del soldado. A pesar de la muerte de tu rival, sigues estando arrodillado en el campo de batalla, sangrando a borbotones y esperando el fin. Sin nadie a quién esperar, nadie que te socorra, nadie que te auxilie. Sólo ante la nada, sólo ante el mundo, sólo ante el silencio que recorre tu vida. Sin nadie a quién amar, nada que perder, nada por quién luchar, nadie por quién pelear, seguir o llorar. Lleno de heridas, rodeado de putrefactos cadáveres de compañeros que, son pasto de buitres y carroñeros (tal vez no esperaran ser devorados por animales de su misma calaña), sin fuerzas para mantenerte en pie. Te desplomas al fin porque no quedan fuerzas para más. ¿Quién decide quién muere? ¿Quién es el que manda un compañero a la traición? ¿Cómo puede tener la gente el valor para traicionar y no dar luego la cara? ¿No hay valor para retarse a duelo? ¿Se mueve el mundo por falsos sentimientos? ¿Hay buenas almas por las que luchar aun? ¿Las buenas personas están condenadas a ser pasto de los aprovechados? ¿Un corazón grande tiene que estar odiosamente atacado por envidias y calumnias? ¿Por qué yo? ¿Por qué? No queda sino batirnos y luchar solos.
Sólo para siempre.

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