sábado, 3 de enero de 2009

Calles oscuras, inquietud.

Aquella era una noche cerrada, me refiero a que no era como otras noches de Madrid, ese día las calles eran más oscuras de lo habitual, como si el destino supiera que un mal lance se me avecinaba. Apenas las recorrían unos pocos transeúntes y el viento era tan incomodo que helaba las manos, la nariz y las orejas. Me cerré bien la chaquetilla de tela amarilla, me ajusté bien hondo el chapeo del sombrero y metí mis manos en los bolsillos, palpando desde dentro la cazoleta de mi daga, prevenido ante cualquier sobresalto. No sería del todo sincero si no dijese que en aquel momento, el estar a la breve luz de los farolillos de sebo que alumbraban las calles, me causaba cierto sentimiento de soledad y miedo. - El miedo no se olvida nunca – decía mi abuelo Federico - es lo que nos hace darnos cuenta de cuanto valor tiene nuestra vida…mira hijo, una persona sin miedo a la vida, sin miedo a un mal lance, es una persona muerta. El miedo es lo que realmente nos da las fuerzas para enfrentarnos a nuestro destino. Eran realmente tristes las calles de la Villa de Madrid, triste como el siglo que vivíamos, tiempos en los que este país corrupto se desangraba por los tres costados, Las Indias daban más gastos que beneficios, Flandes era una guerra sin causa y sin fin, y por oriente el Turco empezaba a comerse el terreno de nuestra flota del Mediterráneo. Que si este país cosa que tuvo fueron enemigos de todas las naciones dispuestos a pescar en cuanto nos desplomáramos y aun tardamos unas décadas en hacerlo, no sin antes poner bien caro el precio de nuestra derrota, llevándonos por medio cuanto musulmán infiel, holandés hereje, ingles hideputa y francés cobarde se puso de por medio. Pero centrándome en lo que contaba, seguían extendiéndose frente a mi las desiertas travesías, como un infinito espejismo que nunca acaba, como lo es la vida misma, ese inmenso túnel oscuro que no sabemos hasta dónde puede llegar ni en que esquina a va a aparecer un mal encuentro y va a quitarnos el aliento. Como aquellos versos que decían aquello de: Eco de pasos solitarios El miedo no se olvida nunca Me paraliza los reflejos, y la respiración Me acercaba a la Fuente de los Naranjos dónde había sido citado por alguien que tiempo atrás amaba y, en estos momentos, odiaba, temía y de alguna forma me seguía matando cada noche. Yo, aunque mozo de corta edad, era bastante espabilado, por lo que miré antes de entrar en la plaza las posibles salidas en caso de una emboscada y tener que salir de ahí corriendo como el viento del estrecho. Que como me decía mi abuelo, es mejor ser un cobarde veloz que un galán muerto. El caso es que estaba ya parado en la sombra que daba una de las esquinas cuando en la acera contraria vi moverse un contorno y me dirigí hacia el con mucha calma. Aunque permanecía a oscuras y no podía ver su cara, según me fui acercando pude empezar a ver su silueta. Llegué casi hasta su lado y no pude contener lo que se pasaba por mi cabeza. - Qué queréis ahora de mí. Balbucí a pesar de mi intento por controlar mis nervios. Fui levantando la vista hasta clavarla en sus ojos tan azules, tan maravillosos, tan claros como el cielo, como el mar, como la vida misma. Maldita sea si no estaba preciosa. - Vaya, veo que a pesar de ser todo un caballero no os alegra verme de nuevo.
- Cada vez que os veo intentan matarme. Se acerco y me llego su olor, casi se podía palpar. Olía a frutas y a canela. Siguió acercándose y me eche un poco hacia atrás prevenido por si me fuese a clavar allí mismo la daga de misericordia que sabía escondida debajo de ese precioso vestido de seda verde. Me puso sus manos en la cara y se quedo mirándome curiosa, observando y tocando mi cicatriz que tenía sobre la ceja derecha. Me miró fijamente y me beso. Fue un beso corto y tan calido que hubiera derretido la estatua de piedra que había en la fuente de los Naranjos. - A pesar de mi llamada habéis venido. Siempre me gustó que fuerais tan valiente. Tengo planes para vos, si lo conseguís esto será solo el principio de lo que os debo. Ahora, creo que deberíais marcharos. Empezaron a aparecer siluetas de todas las esquinas con las espadas desenvainadas y vinieron hacia mi. Jamás creo que en mi vida corrí tanto como aquella noche. Cuanto más corría más me acordaba de su beso. Qué razón tenía mi abuelo, es mejor tener dos buenas piernas para correr que ser hábil en la esgrima.

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