lunes, 26 de enero de 2009

Superficialmente importante

Aquel día cogí el tren rumbo a Roma. Sabía que me quedaban 16 hora de viaje largas y lúgubres, entorno a un tren que parecía más oscuro en aquella noche sin luna. Me acomodé en el compartimiento 74 B, en el final del último vagón. Me acomodé enfrente de un anciano canoso y con una poblada barba, tenía una vieja radio consigo y se oía de vez en cuando fragmentos de una emisora local. En ese momento la radio había sintonizado perfectamente una emisora de música y comencé a escucharla mientras me quedaba adormecido en el banco del compartimento. Miré por última vez las estrellas y el paisaje: Todo era negro y triste allí afuera. Escuchaba aquella canción, como decía, con aire distraído, pensando en cosas que realmente son secundarias en la vida y que por alguna extraña razón le damos más importancia de la que debemos. Esas pequeñas cosas que se convierten en un mundo si las trasladamos de lo supérfluo a lo importante, de la pequeñez al caos. Aquella canción sonaba algo así como:
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" ¿Cómo estás? Vengo a verte, quiero un rato para charlar, cuesta aun reconocerte tras la última andada. Me pasa que, sin más, el sentimiento se me va. No es grato pero es real, sensible al viento y al dudar. ¿Quién me coloca en todo esto? ¿Quién me envenena con los sueños y me sumerge en descontrol? En ansias de paridad, pánico y placer. "
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Esa canción nunca pude quitármela de la cabeza y me recuerda a aquel viaje del que nunca llegué a regresar del todo. En un sucio estante de la conciencia se guardamos los espejismos de las cosas que nos han echo daño y jamás las abandonamos del todo. A veces cuesta buscar las ganas para seguir y resulta que empeñarse en tragárselo todo es la peor forma de sufrir. La habitación de la mente es tan amarga como las sombras y fantasmas que hagas que vivan en ella. La soledad jamás debe conllevar a la rendición y por supuesto, la ansiedad nunca puede hacer caer el muro de la personalidad. La mejor forma de pudrir una mente es atarla al pasado, la vida necesita transcurrir, es más, no sólo necesita sino que exige pasar páginas en blanco. La desolación aunque a veces esté atravesada en medio del corazón acaba terminándose. No hay mal que 100 años dure, ni persona capaz de vivirlos. Hay que olvidar que hubo alegrías, vivir las que quedan y masticar cada suspiro de aire que tomamos.
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El mundo sin color es una broma cruel y observarlo pasar como el que ve llover es estar sencillamente muerto.

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