martes, 9 de diciembre de 2008

En estos días inciertos

No fui nunca el hombre más honrado, pero era fiel y valiente cuando venían malas cartas repartidas en forma de desencuentros en callejones oscuros, y había que echar mano a la daga para dar unos cuentos pasos de esgrima, ensartando a esa persona dos palmos de acero en pleno corazón. Tampoco fui nunca el mejor con mis amigos, si es que algún día los tuve de verdad, a veces malos lances hicieron que se despidieran unos, otras veces simplemente la distancia apagó el significado de la palabra amistad. El hecho de no haber sido en mi juventud una persona con mayor maldad probablemente sea el causante de que, en cierto aspecto, las personas cercanas me trataran como un vulgar cualquiera, un zagalillo de barrio, un simplón, un pimpín sin fuerza ni nada interesante al que conocer. Probablemente, si hubieran hecho el esfuerzo de acercarse a mí, conocerme, habrían aprendido probablemente lo que las palabras “persona noble” significan. Lástima que la ignorancia en la que mis semejantes estaban hundidos, las pocas ideas que rondaban por sus mentes, y su egocentrismo infinito, fueran tan descaradamente nauseabundas. Falsos y cobardes. Necios e ignorantes. Señalarte por llevar una banda en el pecho, atacarte en la oscuridad con mentiras cruzadas infectando opiniones. Traiciones sin escrúpulos. Nunca fui, como digo, una hermanita de caridad, pero me acerco más a la definición de alma caritativa que a la de Lucifer o Belcebú. Sin embargo, una vez que recibí las primeros cortes, golpes, y en definitiva heridas, me fui trasformando en una persona más opaca. La respuesta al porqué de esa trasformación, de mozo idealista a hombre realista, clara está: harto de tanto dimes y diretes, habladurías, chismes, murmuraciones, cuentos, calumnias, y malas lenguas, no queda sino hacer un borrón de todo aquello que sobra en tu vida. En definitiva, la carta de despido no cierra heridas, no tapa agujeros en el alma y tampoco ayuda a pasar el mal trago de verse las caras de nuevo con el mundo. Es en consecuencia todo esto la necesidad de sobrevivir a las emboscadas de la vida. En estos días inciertos en que no sabes bien que rumbo tomar, siempre recuerdo puedo refugiarme en un pequeño puerto sin mar, pelear por mi bandera y gritar bien fuerte, que por mucho que me ataquen, voy a seguir siendo un impresentable, borracho, rayista y rojo hasta la muerte.

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